¿De dónde viene el mar, Gramma?, preguntó mi pequeño nieto de 5 años quien, por primera vez, vivía la experiencia de estar parado junto al mar alborotado por el viento fuerte.
Además de la ternura que me hizo sentir, me vi forzada a pensar rápidamente mi respuesta. No quería que mis palabras lo defraudaran o rompieran el toque de inocencia que lo hace tan especial pero, sobre todo, que me llevaran a mentir.
“Dios lo puso ahí cuando hizo el mundo”, respondí, “es como una enorme piscina y tiene pedazos de tierra donde nosotros vivimos”. Antes de completar mi explicación, mi pequeño corrió de vuelta hacia la orilla donde terminaba de acariciar las olas.
Mi mente se quedó entretenida con un pensamiento: ¿Cómo aprender a responder las preguntas de mis nietos a tiempo, correctamente y siempre, en honor a la verdad sin que con ello los desaliente o los hiera? Porque, es innegable, su circunstancia de vida ha cambiado y eso les traerá preguntas y, siendo una persona de influencia para ellos, mis contestaciones podrían cambiar su visión de la vida y confianza en Dios y la gente.
¡Qué reto será matizar las respuestas difíciles sin mentir! Porque, vivo en la conciencia de que, la mentira, es uno de los cánceres más dañinos y agresivos de nuestro tiempo.
Tras mucho pensarlo, llegué a una simple conclusión: echar mano del amor al momento de hablar para responder y, si alguna emoción fuera de lugar o duda parecen contaminar mi respuesta, aprender a callar. Mi fe me enseña que, por sobre todas las cosas, Dios me pide que actúe en amor y, no heredar malos sentimientos o falsedad, es un dictamen de ese amor.
Un suspiro me confirmó que mi reflexión iba por el camino correcto y reposé en paz mientras disfrutaba del océano, que esa tarde, Dios había puesto en esta Tierra especialmente para el deleite de mi hija, mis sobrinos y mis amadísimos nietos.
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