No, esta no será una clase sobre los límites que se tratan de enseñar a los hijos o a los nietos para manejar sus relaciones interpersonales de una manera sana. Esta vez hablo de aquellos que desconocemos de nuestra propia capacidad para reaccionar ante algunos eventos.
Siempre he escuchado y, reconozco, que soy una mujer de temperamento intenso. No me visualizo como la típica esposa, madre o abuela que vive en un limbo de mansedumbre y paz constante o viviendo sobre una línea recta. Muy por el contrario, mi vida es el espejo de un río turbulento y siempre en movimiento. A decir verdad, me tomó mucho tiempo el aceptar que es parte de mi naturaleza y que tendría que aprender a vivir dentro de esas fronteras.
Las ventajas de mi tipo de temperamento, ahora que soy abuela, son muchas: mis nietos pueden darse cuenta rápidamente de mi inmenso amor por ellos, de mi entusiasmo al verlos cruzar la puerta, de que mi risa por sus travesuras es genuina y espontánea, de que mi compañía no es sólo una presencia sino una convivencia alerta a sus necesidades y, que todo, lo hago entregando el corazón.
Esas son tan sólo algunas de las cosas buenas que trae la pasión que se filtra en todo lo que hago como abuela. Pero, hoy recordé, también trae desventajas y lo descubrí al ver cómo, de cada parte de mi ser, salió un sentido de protección muy semejante al de una leona cuando su cachorro es víctima de algo o alguien.
Al verlo lastimado, más allá de mi control, surgió la ferocidad de quien ha de proteger la seguridad de su tesoro sin importar el nombre de quien lo había dañado. ¿De dónde brotó toda esa fuerza? Supongo que tiene la misma dimensión del tamaño de mi amor por mi nieto.
Hoy me doy cuenta de que el límite de mi amor por mis nietos es aún desconocido, incluso, para mí misma.
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